Hace días me viene rondando una idea y no he sabido darle forma. No por ello he de escribir cualquier cosa y publicarla, aunque sea por este medio tan personal. Abrumada por esta idea, decidí, una vez más, buscar algo entre los “perros grandes” de la literatura contemporánea chilena, alguna luz que me permitiera alumbrar o vislumbrar la forma de decir justamente lo que quiero, como dijera Rimbaud, literalmente y en todos los sentidos, pero macabra fue la experiencia al recurrir a mis pares de género, como por ejemplo Malú Urriola. Y es que pareciera estar de moda este “free style” ordinario de describir en forma vulgar lo que rodea y acontece. Degradar a tal extremo el “hablante”, al punto de mencionar el título de un libro que se encuentra en el baño o recordar que, borracha, escribí algo que parece bueno es cuando menos parecido al clásico “estoy acá en la plaza, rapeando con los locos, cagao’ de frío, porque no me quieren en la casa”.
Me sorprende la necesidad de las poetas (por no decir poetizas) de parecer chicas rudas, de describir imágenes vulgares, de mencionar necesariamente el estado etílico en el que se encuentran a la hora de escribir, de mostrarse descarnadas, de hablar como hombres y de escupir como tales. Como si existiera algún tipo de glamour en ello, como si necesitaran un par de cocos y bien peludos para escribir, como si no supiera el mundo del complejo de castración que nos dejara Freud como legado. Y entonces, para marcar la diferencia surgen de la nada palabras como “zorra” o “perra” (necesarias para la obtención del grado honoris causa de escritora) en defensa irrestricta a la mujer y luego, los conocidos y nunca bien ponderados puntos suspensivos... (jajaja) Y es que en realidad no logro comprender la lógica que sucede a los procesos sinápticos alcoholizados de unas cuantas lesbianas que, queriendo tener pico, se autoproclaman defensoras del género femenino, convirtiendo las vaginas en chuchas, coños, zorras a las cuales hay que darles como sea, ojalá con la lengua o un consolador para que los sucios y perversos hombres no pongan sus cochinas manos en aquellas tetitas suaves que tanto ansían. Con lo que cuesta encontrar ahora un hombre, sobre todo en este medio tan lleno de maracos.
Me quedo, finalmente, con esta idea sin forma guardada en algún lugar, desplazada por este sin sabor literario, o mejor dicho, con ese sabor metálico que dejan ciertos fluidos en la boca.
Me sorprende la necesidad de las poetas (por no decir poetizas) de parecer chicas rudas, de describir imágenes vulgares, de mencionar necesariamente el estado etílico en el que se encuentran a la hora de escribir, de mostrarse descarnadas, de hablar como hombres y de escupir como tales. Como si existiera algún tipo de glamour en ello, como si necesitaran un par de cocos y bien peludos para escribir, como si no supiera el mundo del complejo de castración que nos dejara Freud como legado. Y entonces, para marcar la diferencia surgen de la nada palabras como “zorra” o “perra” (necesarias para la obtención del grado honoris causa de escritora) en defensa irrestricta a la mujer y luego, los conocidos y nunca bien ponderados puntos suspensivos... (jajaja) Y es que en realidad no logro comprender la lógica que sucede a los procesos sinápticos alcoholizados de unas cuantas lesbianas que, queriendo tener pico, se autoproclaman defensoras del género femenino, convirtiendo las vaginas en chuchas, coños, zorras a las cuales hay que darles como sea, ojalá con la lengua o un consolador para que los sucios y perversos hombres no pongan sus cochinas manos en aquellas tetitas suaves que tanto ansían. Con lo que cuesta encontrar ahora un hombre, sobre todo en este medio tan lleno de maracos.
Me quedo, finalmente, con esta idea sin forma guardada en algún lugar, desplazada por este sin sabor literario, o mejor dicho, con ese sabor metálico que dejan ciertos fluidos en la boca.